“PENSAMIENTO POSITIVO” Y ESPERANZA
En este año 2020 la humanidad se está enfrentando a una pandemia global que ha puesto el confinamiento de millones de personas durante meses, un importante frenazo en la cadena económica tal como estaba organizada, y un estado general de incertidumbre sobre el futuro. Mientras llegan las vacunas, los medios de comunicación informan minuto a minuto sobre el avance de los infectados y muertos, lo cual afecta de manera importante el ánimo temeroso de muchos.
Ante esta situación, millones de personas buscan alivio a su ansiedad por el futuro. Una opción, muy buscada, es la del pensamiento positivo, sobre todo en forma de libros de autoayuda. El pensamiento positivo, en su versión más académica, nació a finales del siglo XX del psicólogo norteamericano Martin Seligman como una alternativa a la psicología clínica, casi siempre enfocada en las disfunciones y patologías del ser humano. Seligman decide emprender el estudio de la persona sana y de los elementos que impulsan el desarrollo personal (emociones positivas, una vida comprometida con algún fin noble, una vida con sentido). Es indudable la constatación clínica de que una actitud y un enfoque positivo de la vida ayudan a las personas a estar más serenas, alcanzar más fácilmente sus objetivos, a superar enfermedades y momentos de crisis, a envejecer y morir de manera armoniosa. A partir de aquí se han derivado muchas iniciativas y corrientes que han llevado, con mayor o menor precisión, la psicología positiva al gran público. En algunos casos se han limitado a proponer la repetición de palabras de autoestima y autovaloración, palabras para teñir nuestro interior de un clima optimista.
En un contexto de creyentes cristianos, uno puede preguntarse si esa psicología positiva es ya una forma de esperanza. Y si hay alguna diferencia entre ellas, ¿cuál sería?. Aquí unas pinceladas sobre los matices entre ambas.
Por supuesto que ver la vida con gratitud y alegría suscita pensamientos y palabras positivas que nos hacen más felices y nos ayudan a avanzar con más facilidad. Sólo que esa alegría, para ser profunda y duradera, debe ir más allá de las palabras. Éstas ayudan, pero la alegría debe enraizarse en la aceptación de ser, ni más ni menos, seres humanos. Y no cualquier ser humano: cada una de nosotras: yo misma, o tú o aquel. Pudiendo no haber existido. Con nuestro origen, nuestra historia, nuestros genes irrepetibles. Y viendo en nosotros, en quienes nos rodean, y en toda la realidad, las semillas de futuro y de bien que contienen.
A partir de esa actitud básica realista, alegre y humilde, si la persona es creyente, puede abrirse a una dimensión distinta, que escapa al alcance de sus fuerzas, que es la amistad con el misterio amoroso de Dios.
Ese misterio está dentro, nos habita como en un claustro interior un pozo de agua buena, esperando a ser visitado y bebido para dar vida.
Aquí es importante distinguir y armonizar en nosotros mismos cómo entendemos lo natural y lo sobrenatural, sin mezcla ni confusión.
- Lo
que llamamos “natural” es nuestro terreno de juego y responsabilidad: acciones
cotidianas, relaciones con los demás, ciencias y descubrimientos, organización
del trabajo, cuidado, conservación y ajardinamiento del entorno. Y contamos
para ello con las capacidades (individuales y colectivas) de la creatividad, la
iniciativa, la colaboración, el entusiasmo, la inteligencia… Entendiendo,
claro, que todo es don: la naturaleza y los seres humanos somos un regalo que
no construimos y tiene a Dios en su origen. Ese Dios que ha dejado el cultivo
de la creación en nuestras manos.
- Lo
“sobrenatural” es todo aquello que sólo Dios puede dar: virtudes como la fe, la
esperanza, la caridad, la Gracia para amar a los enemigos y convertir el
sufrimiento y el mal en amor y misericordia; la unidad de los corazones que
hace presente el Cielo en la tierra... Nosotros ponemos la disposición, todo
nuestro esfuerzo natural y la voluntad de abrirnos… Pero es Dios mismo quien
actúa en nosotros a través de su Espíritu Santo.
- Recordando
siempre que la Gracia no suple la naturaleza; la ilumina y la eleva. Por lo
tanto, no le pidamos a Dios, por ejemplo, que haga pan y vino. Eso nos toca a
nosotros. Lo suyo -porque lo prometió- es transformar ese pan y vino en la
presencia viva de Cristo en la comunidad. Eso no lo logramos nosotros de
ninguna manera.
Así se entiende mejor qué es el don sobrenatural de la esperanza en las promesas de Jesús. Es creer en ellas y confiar plenamente en que se cumplirán, haciendo además aquello que nos corresponde a nosotros: “Donde hay dos o más, reunidos en mi nombre, ahí estoy yo en medio de ellos”: nos toca reunirnos en su nombre, con paciencia y amor. “Yo estaré con vosotros todos los días hasta el fin del mundo”: nos toca abrirnos a su presencia. “Mayores cosas que yo haréis”: nos toca emprender obras de bien, en su Nombre. “Todo lo que pidáis al Padre en mi nombre, se os concederá”: nos toca orar con confianza y sin cansarnos. La esperanza nos mueve a la acción, por plenitud del corazón. Muchas santas y santos han tenido esperanza en que esas promesas se cumplirían. Y así realizaron en la historia obras estupendas en favor de los demás. Se trata de personas muy prácticas en la vida natural, capaces de emprender iniciativas para el bien de sus contemporáneos, cuya fe y confianza en Dios son tan grandes, y su amor a los demás tan intenso, que se convierten en canales o vías por los cuales Dios actúa en la historia y la transforma para el bien. Son personas llenas de alegría (¡espíritu positivo!), que creen, que aman, que esperan y actúan impulsadas por ese amor incandescente que llamamos caridad. Sabios, porque trabajan con realismo todo lo que está dentro de su responsabilidad, con perseverancia, afrontando dificultades con entusiasmo y alegría. Humildes, porque saben que es Dios quien actúa y realiza los milagros.
Leticia
Soberón Mainero
Psicóloga experta en comunicación
Miembro de la Colegiata de Ntra. Sra. del Cielo
MEDITACIÓN
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