Lourdes Flavià Forcada,
miembro de la Colegiata Ntra. Sra. Del Cielo
El evangelio de hoy, Jueves
Santo, Día del amor fraterno, es de San Juan, cap. 13, 1-15. Empezamos este
espacio de meditación con la lectura del evangelio:
Antes de la fiesta de la Pascua, sabiendo Jesús
que había llegado la hora de pasar
de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo.
Estaban cenando (ya el diablo le había metido en la cabeza a Judas Iscariote, el de Simón, que lo entregara) y Jesús, sabiendo que el Padre había puesto todo en sus manos, que venía de Dios y a Dios volvía, se levanta de la cena, se quita el manto y, tomando una toalla, se la ciñe; luego echa agua en la jofaina y se pone a lavarles los pies a los discípulos, secándoselos con la toalla que se había ceñido.
Llegó a Simón Pedro y éste le dijo:
—Señor, ¿lavarme los pies tú a mí?
Jesús le replicó:
—Lo que yo hago, tú no lo entiendes ahora, pero lo comprenderás más tarde.
Pedro le dijo:
—No me lavarás los pies jamás.
Jesús le contestó:
—Si no te lavo, no tienes nada que ver conmigo.
Simón Pedro le dijo:
—Señor, no sólo los pies, sino también las manos y la cabeza. Jesús le dijo:
—Uno que se ha bañado no necesita lavarse más que los pies, porque todo él está limpio. También vosotros estáis limpios, aunque no todos. (Porque sabía quién lo iba a entregar, por eso dijo: «No todos estáis limpios.»)
Cuando acabó de lavarles los pies, tomó el manto, se lo puso otra vez y les dijo:
—¿Comprenden lo que he hecho con ustedes? Ustedes me llaman «El
Maestro» y «El Señor», y dicen bien, porque lo soy. Pues si yo, el Maestro y el Señor, les he lavado los pies, también ustedes deben lavarse los pies unos a otros: les he dado ejemplo para que lo que yo he hecho con ustedes, ustedes también lo hagan.
Estaban cenando (ya el diablo le había metido en la cabeza a Judas Iscariote, el de Simón, que lo entregara) y Jesús, sabiendo que el Padre había puesto todo en sus manos, que venía de Dios y a Dios volvía, se levanta de la cena, se quita el manto y, tomando una toalla, se la ciñe; luego echa agua en la jofaina y se pone a lavarles los pies a los discípulos, secándoselos con la toalla que se había ceñido.
Llegó a Simón Pedro y éste le dijo:
—Señor, ¿lavarme los pies tú a mí?
Jesús le replicó:
—Lo que yo hago, tú no lo entiendes ahora, pero lo comprenderás más tarde.
Pedro le dijo:
—No me lavarás los pies jamás.
Jesús le contestó:
—Si no te lavo, no tienes nada que ver conmigo.
Simón Pedro le dijo:
—Señor, no sólo los pies, sino también las manos y la cabeza. Jesús le dijo:
—Uno que se ha bañado no necesita lavarse más que los pies, porque todo él está limpio. También vosotros estáis limpios, aunque no todos. (Porque sabía quién lo iba a entregar, por eso dijo: «No todos estáis limpios.»)
Cuando acabó de lavarles los pies, tomó el manto, se lo puso otra vez y les dijo:
—¿Comprenden lo que he hecho con ustedes? Ustedes me llaman «El
Maestro» y «El Señor», y dicen bien, porque lo soy. Pues si yo, el Maestro y el Señor, les he lavado los pies, también ustedes deben lavarse los pies unos a otros: les he dado ejemplo para que lo que yo he hecho con ustedes, ustedes también lo hagan.
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Como vemos el evangelio de hoy
más que narrar los hechos de la última cena, se concentra en describir el amor
de Cristo, en describir los sentimientos de su corazón: Jesús habiendo amado a
los suyos, los amó hasta el extremo.
El amor de Cristo es lo que se
percibe en la celebración del Jueves Santo con tanta intensidad, que apenas hay
lugar para algún otro sentimiento.
Santa Teresa de Jesús, que
tenía un gran amor por la humanidad de Jesucristo, exclamaba de forma muy
singular: “¡Oh qué buen amigo eres, Señor! Cómo sabes esperar a que alguien se
adapte a tu modo de ser, mientras tanto Tú toleras el suyo. Tomas en cuenta los
ratos que te demuestra amor, y por una pizca de arrepentimiento olvidas que te
ha ofendido.”
El amor lleva al amor. Quien
experimenta el amor de Cristo no queda igual, no puede quedar igual. Los
apóstoles en la última cena son testigos del amor de Cristo y de la inmensa
responsabilidad que queda en sus manos. De ahora en adelante son más
conscientes, por una parte, de su propia miseria, como hombres y pecadores,
pero, por otra parte, son más conscientes del tesoro que Dios les ha regalado.
Me parece significativo
señalar que al inicio del evangelio de hoy se hace mención del diablo: “Estaban
cenando (ya el diablo le había metido en la cabeza a Judas Iscariote, el de
Simón, que lo entregara)…” Dios nos ha creado libres y seres pensantes, con capacidad
de reflexión. De una libertad y de una inteligencia bien enfocadas, bien
orientadas, bien usadas, surgirá el amor. La libertad plena, autentica, es para
amar, para entregarse, es un ser-para-los-demás.
El diablo es un ser libre e inteligente pero
optó por no amar. Eligió el camino del odio en vez del amor. No aceptó su
contingencia, su ser criatura, su ser limitado. Quería ser como Dios. Esta es
la gran tentación a lo largo de toda la historia de la humanidad. No aceptar
que somos criaturas, que no somos dioses y que nuestra existencia está
sostenida por Dios. Esta soberbia es, además, la que impide vivir la existencia
como un gran regalo y hacer de ella un regalo para los demás. La vida humana se
gana, se vive y se comunica cuando se entrega.
El amor es una palabra tremendamente manoseada,
manipulada, tergiversada, frivolizada. ¿De qué amor estamos hablando? ¿Con qué
tipo de amor amó Jesús a los suyos?
El P. Alfredo Rubio de Castarlenas afirmaba que
“tenemos que estar en nuestro sitio para que el Espíritu Santo pueda
encontrarnos. Y nuestro sitio es amar siempre incluso a los enemigos”.
Y esto es lo que nos dijo Jesús, amar a todos,
también a nuestros enemigos. Perdonar hasta setenta veces siete. El amor de
Jesús, ese amor al cual todos estamos llamados, es un amor que se concreta, que
se encarna, que se expresa en gestos y actitudes, en una forma de vida. No se
trata de un amor etéreo, un amor espiritualizado, alejado de la realidad de la
gente, alejado del mundo… el amor de Jesús, el verdadero amor implica un
descentramiento de uno mismo, de su ego, para desplazarse hacia el otro, para
ir al encuentro del prójimo, para ponerse en el lugar del otro, para hacer de
la vida una entera donación.
Esa concreción del amor, en ese día de la Cena
de Jesús con sus amigos, se expresó a través del lavado de los pies. Lavar los
pies, en la época de Jesús, era algo reservado a los esclavos. Los esclavos,
los sirvientes de la casa eran quienes lavaban los pies al dueño de casa y a
sus posibles invitados o huéspedes.
El lavado de los pies de Jesús a sus discípulos
no era una mera cortesía, tampoco un gesto exterior de falsa humildad, sino la
manifestación profunda de un amor que se hace servicio, un amor que se entrega
hasta dar la vida.
Son dos caras de la misma medalla: es falso el
amor si no va acompañado de entrega y servicio. Y es falso el servicio que se
hace sin amor, en todo caso sería un servicio para adular, para chantajear,
para manipular al otro, es decir, eso más bien sería servilismo, no servicio.
Amor y servicio hacia los demás no pueden ir separados.
Ello está relacionado con una virtud a la cual
se refería amplia y profundamente el P. Rubio. Él la denominaba “ultimidad”.
Hacerse “últimos”, no querer pasar por encima de los otros, pisoteando,
aplastando, sometiendo. En el Reino de Dios, hay que ser últimos. Ni primeros
ni segundos… últimos, todos iguales. Es en el mundo donde hay competitividad y
todos quieren ser primeros y por eso el mundo va como va. Ser últimos es ser
servidores. Servidor de todos por amor. Servir es la mayor alegría si se hace
por amor. La actitud de servicio por amor a todos es lo que nos hace últimos.
Servicio sencillo y generoso hacia los demás.
La manera de
encontrarnos con Cristo es hacernos últimos,
pues Él es el olvidado de este mundo y si queremos adelantarnos se nos
pierde atrás. En cambio, cuando aceptamos ser últimos, ser olvidados,… ahí nos
encontramos con Cristo. Cuando estamos en la cruz estamos con Cristo que está
en la cruz. Y esto es básico para poder construir vida en común, vida de
amistad. En definitiva, la ultimidad es renunciar al poder.
Ser todos últimos produce paz. No hay
tensiones, no hay ambiciones, no hay competitividad, no hay luchas, … Últimos y
pacíficos. El que ama la paz es porque sabe ser último; sólo entre los últimos
puede haber paz.
El amor se concretiza, como decíamos, en gestos de humanidad hacia el otro. Gestos
que, precisamente, no faltan en el
momento actual como bien señala la Pontifica Academia para la Vida, afirmando
que una emergencia como la del Covid-19 es derrotada en primer lugar con los
anticuerpos de la solidaridad.
El Papa
Francisco, refiriéndose al coronavirus, ha dicho que “abandonemos por un instante nuestro afán de omnipotencia y posesión para
darle espacio a la creatividad que sólo el Espíritu es capaz de suscitar.”
Estamos viendo en estos días muchas iniciativas
y gestos de solidaridad, de generosidad, de compartir, que están surgiendo
precisamente gracias a la creatividad del amor, como el que ya se está dando en
algunos lugares del mundo como las redes vecinales de solidaridad, o los
mercaditos solidarios, en que los vecinos de un determinado barrio o sector
crean un espacio donde exponen diversos productos de alimentación, de higiene,
etc. productos básicos de primera necesidad, y en el lugar colocan un cartel
que dice: Si puedes, dona; si te falta, tómalo. O tantos jóvenes –y no tan
jóvenes- que se ofrecen para ir a hacer la compra a personas ancianas que no
pueden salir de sus casas…
Y
qué decir de la capacidad de entrega generosa del personal sanitario que en
todos los países se están desviviendo para atender a tantísimos enfermos.
Desbordados, a veces sin los insumos necesarios, durmiendo poquísimas horas,
con riesgo de contagio –muchos han enfermado, otros han muerto-, y como señala
la Pontificia Academia para la Vida, se trata de un “profesionalismo que va
mucho más allá de la lógica de los vínculos contractuales y que demuestra que
el trabajo es ante todo una esfera de expresión de significados y valores, y no
sólo una “mercancía” que se intercambia por una remuneración.”
Este es el amor que se concreta, que se hace
servicio.
La madre de una amiga mía ha muerto recientemente
por el coronavirus. Mi amiga me contaba que su familia, al igual que muchas
otras familias que han perdido a algún miembro por esta pandemia, no han podido
hacerle un entierro o un funeral como hubieran deseado. Todo ha sido desde la
distancia… ni siquiera ha sido posible
ir al crematorio para acompañar y hacerse presente en ese momento. Duro y
doloroso. Pero dentro de este dolor, hay gestos, signos, actitudes y propuestas
de enorme fraternidad, solidaridad y cercanía. Mi amiga tiene varios hermanos.
Viven todos en España. Ella les envió una foto de la mamá y la grabación de una
música y les propuso que ese día a la misma hora prendieran todos una vela
junto a la foto de la mamá, escucharan la música e hicieran unos momentos de
oración. Me contaba que fue una vivencia de gran hondura, emoción y comunión entre todos.
También me compartió que en el edificio de
departamentos donde ella vive, cada día antes del aplauso que todos los vecinos
dan desde los balcones o ventanas al personal sanitario, dedican un tiempo a
tocar o escuchar algo de música, bailan, se saludan, se preguntan unos a otros
cómo están,… El día que murió la madre de mi amiga, los vecinos lo supieron y
ese día salieron todos a sus balcones y ventanas con una vela prendida, se hizo
un profundo silencio y se creó un clima de verdadera oración. Probablemente en
una situación de normalidad, de no confinamiento, muchos de ellos no hubieran
ido al cementerio ni le hubieran dado sus condolencias a mi amiga, pero esta
situación de cuarentena propició un acercamiento entre los vecinos difícil de
imaginar antes de esta contingencia.
Una de las palabras o expresiones que más
escuchamos estos días es: Cuídate! Cuídense! Cuidémonos! Creo que nunca como
ahora se ha escuchado tanto esta palabra. Este “cuidarnos” es una genuina
expresión del amor, que también tiene su raíz en este día de Jueves Santo en
que celebramos el amor fraterno. Un amor que no sabe de fronteras, ni de color
de piel, ni de creencias políticas o religiosas, un amor que no sabe de
ideologías sean del color que sean… Es un amor que surge de este sentirnos y
sabernos hermanos en la existencia. Podíamos no haber nacido si las
circunstancias anteriores a nuestro engendramiento hubieran sido otras.
Hubieran nacido otros seres humanos, nosotros no. Por tanto, somos hijos de
esta oleada de la historia y, además, nos sabemos hijos de un mismo Padre. Esta
fraternidad existencial tendríamos que tenerla más presente, pues normalmente
privilegiamos y tenemos muy en cuenta los lazos de sangre pero olvidamos esta
hermandad existencial.
El
Papa Francisco ha dicho en estos días, refiriéndose al covid-19, que con esta tempestad “cayó el maquillaje de
esos estereotipos con los que
disfrazábamos
nuestros egos siempre pretenciosos de querer aparentar; y dejó al descubierto,
una vez más, esa (bendita) pertenencia común de la que no podemos ni queremos
evadirnos; esa pertenencia de hermanos.”
La
fraternidad existencial hay que alimentarla, nutrirla para que de ella fluyan
ríos de comportamiento fraternal, de un estilo de vida fraternal. Puede parecer
un contrasentido pero precisamente en estos momentos de mayor aislamiento por
el riesgo de contagio es cuando quizás vivenciamos más profundamente que
estamos interconectados y que nos necesitamos unos a otros. Estamos aprendiendo una gran lección: no
somos nada ni nadie sin los demás.
En
este sentido, una de las cosas que habría que superar es la sentencia de Sartre
que dice: mi libertad termina donde
empieza la de los demás, para darnos cuenta de que es precisamente con los "otros"
cómo podemos desarrollar nuestra libertad. Porque nadie es sin los otros ni
libre de los otros. “…nuestras libertades – dice la Pontificia Academia para la
Vida- siempre se entrelazan y se superponen, para bien o para mal. Es
necesario, más bien, aprender a hacerlas cooperar, en vista del bien común y
superar las tendencias, que incluso la epidemia puede alimentar, de ver en el
otro una amenaza “infecciosa” de la que distanciarse y un enemigo del que
protegerse.”
Como bien señala
J. Iglesias, “una bondad globalizada es el mejor antivirus que existe: dejar de
ver al otro como un ser lejano y convertirlo en hermano es el mejor antídoto o
vacuna contra todo tipo de virus”. Ronald Laing, psiquiatra escoces fallecido
en 1989, conocido como el padre de la antipsiquiatria, y que había denunciado
los métodos represivos utilizados en muchos centros psiquiátricos del mundo,
manifestaba que sólo la llegada de una gran plaga, de un gran tsunami de amor,
nos puede salvar.
En este cuidarnos,
como expresión del amor, está implícito el acompañarnos. ¿Cómo acompañarnos en
esta situación de aislamiento social? Acompañarnos viene del latín y significa
“comer el pan juntos”. Un pan que a veces puede ser duro, otras puede ser
tierno y gustoso… pero ojalá siempre podamos comerlo en fraternidad. Me
comentaba una amiga que vive en uno de los ayllos cercanos a San Pedro de
Atacama que tiene conocidos en Santiago que debido al confinamiento han
organizado almuerzos o cenas virtuales, en que cada quien está cocinando en su
casa pero conectados a través de sus equipos móviles, se ven , se hablan, ríen,
comparten recetas y finalmente comen lo preparado… cada uno en su casa pero, al
mismo tiempo, acompañados de los amigos. Hoy en día y ante situaciones como la
que estamos viviendo, la creatividad estalla en mil y una propuestas para,
precisamente, acompañarnos.
Ciertamente,
acompañarnos en la soledad pero aprovechar también este tiempo de estar más en
casa para poder trabajar nuestro espacio interior, nuestra interioridad
personal. Hay un tipo de soledad que puede ser enormemente fecunda si sabemos
hacer de ella una oportunidad. Etty Hillesum, una joven judía que murió en el
campo de exterminio de Auschwitch, escribió en su diario: “Conozco dos tipos de
soledad. Una me pone triste hasta la muerte y me hace tener la impresión de
estar perdida y sin dirección. La otra, por el contrario, me hace fuerte y
feliz. La primera proviene del hecho de tener la impresión de no estar ya en
contacto con mis semejantes, de estar totalmente separada de cada uno de ellos
y de mí misma, hasta el punto de no comprender ya qué sentido puede tener la
vida. Me parece que la vida ya no tiene coherencia alguna y que no encuentro mi
sitio en ella. Pero la experiencia de la otra soledad me hace fuerte y segura de
mí misma: en ella me siento en comunión con cada uno, con todo y con Dios… Me
siento insertada en un gran todo pleno de sentido, y tengo la impresión de que
también puedo compartir con otros esta gran fuerza que hay en mí”. (Etty
Hillesum, un itinerario espiritual; Paul Lebeau, Sal Terrae, p. 66)
Antes hemos mencionado la ultimidad. Pues bien,
esta virtud nos hace sentirnos hermanos unos de otros, hermanos en la
existencia, en un plano de igualdad. Pero no sólo eso. También nos hace
sentirnos hermanos de todo lo creado. Tenemos que revisar cómo tratamos a los
seres existentes, sean o no de la especie humana. Muchas veces los tratamos con
un sentido de superioridad y de dominio, maltratándolos. Queremos dominarlo
todo sin límite alguno. No fue esa la actitud de Francisco de Asís.
La Laudato Sí nos dice que “…la persona humana más crece, más madura y más se santifica a medida
que entra en relación, cuando sale de sí misma para vivir en comunión con Dios,
con los demás y con todas las criaturas. Así asume en su propia existencia ese
dinamismo trinitario que Dios ha impreso en ella desde su creación. Todo está
conectado, y eso nos invita a madurar una espiritualidad de la solidaridad
global que brota del misterio de la Trinidad.” (Laudato sí, 240)
Es decir, no estamos desconectados de las demás
criaturas. Tenemos que tomar conciencia de que hay que tender hacia la comunión
con los demás seres del universo. Teilhard de Chardin señalaba que tenemos que
convertirnos en servidores y no en dueños del Universo.
Benedicto XVI en una homilía del año 2005 dijo
que “los desiertos exteriores se multiplican en el mundo porque se han
extendido los desiertos interiores”. Todo lo que está pasando en el mundo nos
llama a una profunda conversión, a un cambio de vida, a incorporar pequeñas
acciones cotidianas que favorezcan el cuido y la comunión con todo lo creado.
Humildemente creo que la ultimidad, anclarse en la ultimidad, es decir en el
servicio desde el amor, es lo que puede ir produciendo un cambio de paradigma.
El Papa Francisco también ha manifestado que “es
necesario construir la sociedad a la luz de las Bienaventuranzas, caminar hacia
el Reino en compañía de los últimos.”
No olvidemos la fuerza de la oración. El obispo
de Bérgamo, una de las ciudades más afectadas por el coronavirus en Italia , Mons.
Francesco Beschi dice: “Nuestras oraciones no son fórmulas mágicas. La fe en
Dios no resuelve mágicamente nuestros problemas, sino que nos da una fuerza
interior para ejercer ese compromiso que todos y cada uno, de diferentes maneras,
estamos llamados a vivir, especialmente aquellos que están llamados a frenar y
superar este mal”.
“Todo irá bien” se ha vuelto el slogan de la
emergencia del coronavirus. Pero no es solo una frase ingenuamente optimista.
El mismo Jesús pronunció estas palabras en una visión de Juliana de Norwich,
mística inglesa que vivió entre el 1300 y el 1400. Mientras estaba gravemente
enferma, Juliana tuvo algunas visiones del Señor. En una de ellas, Jesús le
habló con gran ternura: “El pecado es inevitable, pero todo irá bien, todo irá
bien y toda clase de cosas irán bien.” Escribe Juliana: “Vi con seguridad
absoluta que Dios, aún antes de crearnos nos ha amado y con este amor nuestra
vida dura para siempre”.
Cuando salgamos del cenáculo de nuestros hogares donde hemos
estado confinados por un tiempo, salgamos dispuestos a amar más y mejor; a amar
en lo grande y en lo pequeño; a amar en la prosperidad y en la adversidad
porque nosotros hemos sido amados e invitados a participar del amor de Dios.
Como dice un buen amigo, a la hora de merecer el cielo, lo que realmente vale no es
tanto lo que crees como lo que amas. El amor es lo que importa. Una fe
sin obras es una fe muerta. También se lo advertía Teresa de Jesús a sus
hermanas: “Ya que los tiempos son difíciles y duros, menos lamentaciones y más
hechos”.
Recordemos las palabras de San
Juan de la Cruz: “al final de la vida te examinaran del amor”. Y el P. Alfredo Rubio, poco
tiempo antes de morir, decía: «Antes hacía cosas con amor; ahora veo que se
trata de ser amor que hace cosas; amor y sólo amor.»
Para terminar esta meditación,
les invito a rezar esta oración del Papa por los afectados por el coronavirus:
Oh María,
tu resplandeces siempre en nuestro camino
como signo de salvación y de esperanza
Confiamos en ti, Salud de los enfermos,
que junto a la cruz
te asociaste al dolor de Jesús,
manteniendo firme tu fe
Tú,
sabes lo que necesitamos
y estamos seguros de que proveerás
para que, como en Caná de Galilea
pueda volver la alegría y la fiesta
después de este momento de prueba.
Ayúdanos, Madre del Divino Amor,
a conformarnos a la voluntad del Padre
y hacer lo que nos diga Jesús
que ha tomado sobre sí nuestros sufrimientos
y se ha cargado con nuestros dolores
para llevarnos, a través de la cruz
a la alegría de la resurrección.
Bajo tu amparo nos acogemos,
santa Madre de Dios;
no deseches las oraciones
que te dirigimos
en nuestras necesidades,
antes bien
líbranos de todo peligro,
¡oh Virgen gloriosa y bendita!
¡Amén!
tu resplandeces siempre en nuestro camino
como signo de salvación y de esperanza
Confiamos en ti, Salud de los enfermos,
que junto a la cruz
te asociaste al dolor de Jesús,
manteniendo firme tu fe
Tú,
sabes lo que necesitamos
y estamos seguros de que proveerás
para que, como en Caná de Galilea
pueda volver la alegría y la fiesta
después de este momento de prueba.
Ayúdanos, Madre del Divino Amor,
a conformarnos a la voluntad del Padre
y hacer lo que nos diga Jesús
que ha tomado sobre sí nuestros sufrimientos
y se ha cargado con nuestros dolores
para llevarnos, a través de la cruz
a la alegría de la resurrección.
Bajo tu amparo nos acogemos,
santa Madre de Dios;
no deseches las oraciones
que te dirigimos
en nuestras necesidades,
antes bien
líbranos de todo peligro,
¡oh Virgen gloriosa y bendita!
¡Amén!