XXV Aniversario de la Colegiata Nuestra Señora del Cielo
MESA REDONDA
MARTES 9 DE ABRIL 2019
CASA DIOCESANA
Hermosillo, Sonora - México
Leticia Soberón Mainero
¿Por qué nosotras como Colegiata creemos que es importante la comunión con la
Iglesia? El Padre Rubio, que fundó esta Colegiata, nos impulsó a ello
específicamente. ¿Por qué? Pues porque esta
tarea de la teología encarnada, vivida desde la propia existencia, desde la
soledad y el silencio, desde la humildad de la verdad, y atenta al momento
histórico actual, no puede hacerse en solitario. Un individuo solo podría
perderse en la autorreferencialidad o en los vericuetos de las modas
ideológicas del momento. Por eso tiene que hacerse en comunión con la Iglesia
nuestra Madre, y con otras personas que van caminando en el mismo sendero. Es
un descubrir juntas el soplo del Espíritu Santo en la propia vida, en el tiempo
que vivimos, en las personas a nuestro alrededor.
La
pregunta de esta Mesa redonda, tan hermosa y sugerente es: ¿Dónde empieza el
Cielo? Nuestra respuesta como ustedes ya ven, es “empieza aquí y ahora”. Y empieza
aquí, porque Cristo nos abrió esta posibilidad. Él es el Camino, la Verdad y la
Vida.
Si nos
preguntaran qué nos parece que caracteriza el Cielo, ¿qué diríamos? Seguramente
tenemos unas ideas “de cartón” o de estampita sobre el Cielo. Nubes, luz,
ángeles con arpas… Vayamos más al fondo de esta realidad sobrenatural que se
nos regala como un don. El Cielo es sumergirse en el Amor infinito de Dios.
Allí donde está Dios, es el Cielo. Es una fiesta, un banquete donde se llega a
la plenitud de la alegría y el gozo, a causa de la íntima unidad con Dios y
entre nosotros. Podríamos decir que el núcleo
fundamental de esa vivencia de Cielo, es la comunión de las personas que participan del Amor de Dios.
Pues
precisamente eso es lo que Cristo ha hecho posible en la historia, aunque sea
en semilla. La Iglesia es el signo visible de ese Reino donde se cumple la
voluntad de Dios, que es que nos amemos. Esto significa que cada uno de
nosotros, ya aquí y ahora, unido a Cristo, podemos vivir ese misterio. Podemos tener
un solo corazón, una sola voluntad con Él, y así, unidos al Padre y al Espíritu
Santo, nos llenamos de paz y de alegría. Pero no solos. Eso crea un vínculo
único entre nosotros, que responde a la oración de Jesús en la última Cena: “Padre, que todos sean uno como Tú y yo somos
uno” (Jn 17, 20-26), y nos invita a amarnos así para que el mundo crea.
Esta
Colegiata vive ya y quiere seguir viviendo esa comunión que nos alcanza por
medio de nuestra Madre la Iglesia. Un gran misterio, un regalo inmenso en que
participamos de la vida y el Amor de la Trinidad.
Decía
el Papa Juan Pablo II en sus Catequesis de los miércoles: “Las personas se convierten en imagen de Dios, no tanto en el momento de
su soledad, cuanto en el momento de la comunión. De esta manera se entiende el
concepto trinitario de la imagen de Dios” (14 nov. 1979).
Entremos
un poco más en este hermosísimo misterio para paladearlo, contemplarlo. (Como
ustedes saben, los misterios de Dios no son para ser entendidos o
racionalizados, sino para ser contemplados, y en esa contemplación
transformarnos participando de ellos por amor).
1. El
Cielo empieza aquí
Quisiera
evocar ahora a aquel joven rico mencionado por Marcos (Mc 10, 17-30). Era un
muchacho bien intencionado y observante de la ley que quería ganar la vida
eterna después de su muerte. Así que el joven va y le pregunta a Jesús cómo alcanzarla.
Él le responde lo que sabían ya los judíos por su doctrina: cumplir los
mandamientos de la Ley de Moisés le abriría las puertas de la vida eterna. El
chico aseguró que ya los cumplía desde su infancia. ¿Qué le faltaba? Jesús mira
con amor a ese joven vehemente y le dice: “Si
quieres ser perfecto, vende todo lo que tienes y dalo a los pobres; luego ven y
sígueme”. En otras palabras, “vente conmigo y empieza a vivir ya aquí esa
vida eterna que anhelas”. Jesús es el inicio del Reino de Dios en este mundo. Él trae la libertad, la justicia, la salud, la
auténtica amistad, la alegría. Sólo que para entrar en ese Reino hay que nacer
de nuevo. Dejar atrás los fardos que cargamos inútilmente y nos impiden volar. El
joven en ese momento no se sintió capaz de dejar atrás su vida de comodidades (no
sabemos si más adelante se convirtió en discípulo de Jesús). Pero todos los
bautizados, tenemos ese regalo ya de entrada, sólo hay que aprender a
desarrollarlo.
2. El
regalo de la comunión
Vamos
a paladear juntos un poco más sobre este misterio que nos llega a partir de la muerte
y resurrección de Cristo, y por el don del Espíritu en Pentecostés. Nosotros lo
recibimos por el bautismo. Teniendo en el corazón al Espíritu de Dios, todos
nosotros tenemos ya las primicias de esa Vida eterna que se nos ofrece en
plenitud después de la muerte, pero inicia ya aquí y ahora. ¿Y qué significa
eso? Que no estamos condenados a vivir peleando, en rivalidades, en desprecios,
en batallas agotadoras. No. ¡Podemos vivir en comunión! Hemos recibido el
regalo de poder compartir la unidad interior de la Trinidad. Es un portento que
pocas veces gustamos y paladeamos.
Todos
tenemos sed de amistad verdadera, de unidad con otros, de vivir en paz y
alegría. Pues todo eso y mucho más es posible por Cristo, con Él y en Él. Es
una vivencia mucho más profunda que el mero tener conocidos o amistades
superficiales. La unidad de las personas que se abren al Espíritu Santo es la
más duradera y robusta que pueda existir.
Tres condiciones para la comunión
La
primera: tiene que ser vivida libremente.
A las personas que aún viven esclavas de algo o de alguien, primero hay que
ayudarlas a ser libres, pues de otro modo no disponen de sí mismas para
entregar su vida. Por eso es tan importante liberarnos y luchar por la libertad
de los demás respecto a adicciones, servidumbres, vicios, relaciones
enfermizas. Jesús nos libera de todo esto para poder dar el siguiente paso.
La
segunda: la comunión debe estar basada en el amor. La unidad sin amor se vuelve seca y árida. La comunión de las
personas tiene que participar del Amor que le da origen. Es una unidad entre
personas que se basa en el afecto, el aprecio y la acogida de los demás tal
como son.
La
tercera: tiene que desarrollarse en la
ultimidad: todos servidores los unos de los otros; nadie luchando para
ejercer un dominio sobre los demás. Cuando los discípulos discutían sobre quién
era el primero de todos, Jesús los regaña y les dice: “Sabéis que los jefes de los pueblos los tiranizan y que los grandes los
oprimen. No será así entre vosotros: el que quiera ser grande entre vosotros,
que sea vuestro servidor, y el que quiera ser primero entre vosotros, que sea
vuestro esclavo.
Igual que el Hijo del hombre no ha venido a ser servido sino a servir y a dar su vida en rescate por muchos” (Mt 20, 17-28).
Igual que el Hijo del hombre no ha venido a ser servido sino a servir y a dar su vida en rescate por muchos” (Mt 20, 17-28).
Nosotros
como discípulos que viven después de Pentecostés, hemos aprendido la lección. Cada
uno, cada una con sus ministerios y sus carismas propios, pero todos al servicio
del Reino y al estilo de Jesús, que lavó los pies de sus discípulos.
Este
camino obviamente requiere conversión. No se puede estar contemporizando con
los criterios del mundo: las luchas de poder, las rivalidades, las envidias.
Todo esto debemos dejarlo atrás para formar parte de ese Reino inaugurado por
Cristo.
Nosotras
como Colegiata queremos realizar lo que la Instrucción Donum Veritatis (de la
Congregación para la Doctrina de la Fe) señala de manera hermosa: “…la
búsqueda creyente de la comprensión de la fe es decir, la teología, constituye
una exigencia a la cual la Iglesia no puede renunciar”. (Donum Veritatis,
1)
(…) El teólogo tiene la función
especial de lograr, en comunión con el Magisterio, una comprensión cada vez más
profunda de la Palabra de Dios contenida en la Escritura, inspirada y
transmitida por la tradición viva de la iglesia.
El
documento entiende la vocación de los teólogos como muy importante en la
Iglesia, al servicio del pueblo de Dios. Por lo tanto, sólo se puede
profundizar en la vivencia y la comprensión de la fe, desde una honda y
verdadera comunión con esa Iglesia. Esa Iglesia hoy llagada y que afronta sus
pecados, pero que sigue siendo también santa porque está habitada por el
Espíritu Santo, a la que amamos y a la que queremos dar muchos hijos (que son
siempre de Dios). Esa comunión en el quehacer teológico, que sirve para dar
cuenta de nuestra esperanza a aquéllos que nos lo pidan. (cf. 1 P 3, 15).