AGOSTO 2019


XXV Aniversario de la Colegiata Nuestra Señora del Cielo

MESA REDONDA

MARTES 9 DE  ABRIL 2019 

CASA DIOCESANA 

Hermosillo, Sonora - México 



EN COMUNIÓN CON LA IGLESIA





Leticia Soberón Mainero

                                                                           
¿Por qué nosotras como Colegiata creemos que es importante la comunión con la Iglesia? El Padre Rubio, que fundó esta Colegiata, nos impulsó a ello específicamente. ¿Por qué?  Pues porque esta tarea de la teología encarnada, vivida desde la propia existencia, desde la soledad y el silencio, desde la humildad de la verdad, y atenta al momento histórico actual, no puede hacerse en solitario. Un individuo solo podría perderse en la autorreferencialidad o en los vericuetos de las modas ideológicas del momento. Por eso tiene que hacerse en comunión con la Iglesia nuestra Madre, y con otras personas que van caminando en el mismo sendero. Es un descubrir juntas el soplo del Espíritu Santo en la propia vida, en el tiempo que vivimos, en las personas a nuestro alrededor.

La pregunta de esta Mesa redonda, tan hermosa y sugerente es: ¿Dónde empieza el Cielo? Nuestra respuesta como ustedes ya ven, es “empieza aquí y ahora”. Y empieza aquí, porque Cristo nos abrió esta posibilidad. Él es el Camino, la Verdad y la Vida.

Si nos preguntaran qué nos parece que caracteriza el Cielo, ¿qué diríamos? Seguramente tenemos unas ideas “de cartón” o de estampita sobre el Cielo. Nubes, luz, ángeles con arpas… Vayamos más al fondo de esta realidad sobrenatural que se nos regala como un don. El Cielo es sumergirse en el Amor infinito de Dios. Allí donde está Dios, es el Cielo. Es una fiesta, un banquete donde se llega a la plenitud de la alegría y el gozo, a causa de la íntima unidad con Dios y entre nosotros.  Podríamos decir que el núcleo fundamental de esa vivencia de Cielo, es la comunión de las personas que participan del Amor de Dios.

Pues precisamente eso es lo que Cristo ha hecho posible en la historia, aunque sea en semilla. La Iglesia es el signo visible de ese Reino donde se cumple la voluntad de Dios, que es que nos amemos. Esto significa que cada uno de nosotros, ya aquí y ahora, unido a Cristo, podemos vivir ese misterio. Podemos tener un solo corazón, una sola voluntad con Él, y así, unidos al Padre y al Espíritu Santo, nos llenamos de paz y de alegría. Pero no solos. Eso crea un vínculo único entre nosotros, que responde a la oración de Jesús en la última Cena: “Padre, que todos sean uno como Tú y yo somos uno” (Jn 17, 20-26), y nos invita a amarnos así para que el mundo crea.

Esta Colegiata vive ya y quiere seguir viviendo esa comunión que nos alcanza por medio de nuestra Madre la Iglesia. Un gran misterio, un regalo inmenso en que participamos de la vida y el Amor de la Trinidad.

Decía el Papa Juan Pablo II en sus Catequesis de los miércoles: “Las personas se convierten en imagen de Dios, no tanto en el momento de su soledad, cuanto en el momento de la comunión. De esta manera se entiende el concepto trinitario de la imagen de Dios” (14 nov. 1979).

Entremos un poco más en este hermosísimo misterio para paladearlo, contemplarlo. (Como ustedes saben, los misterios de Dios no son para ser entendidos o racionalizados, sino para ser contemplados, y en esa contemplación transformarnos participando de ellos por amor).

1.    El Cielo empieza aquí
Quisiera evocar ahora a aquel joven rico mencionado por Marcos (Mc 10, 17-30). Era un muchacho bien intencionado y observante de la ley que quería ganar la vida eterna después de su muerte. Así que el joven va y le pregunta a Jesús cómo alcanzarla. Él le responde lo que sabían ya los judíos por su doctrina: cumplir los mandamientos de la Ley de Moisés le abriría las puertas de la vida eterna. El chico aseguró que ya los cumplía desde su infancia. ¿Qué le faltaba? Jesús mira con amor a ese joven vehemente y le dice: “Si quieres ser perfecto, vende todo lo que tienes y dalo a los pobres; luego ven y sígueme”. En otras palabras, “vente conmigo y empieza a vivir ya aquí esa vida eterna que anhelas”. Jesús es el inicio del Reino de Dios en este mundo.  Él trae la libertad, la justicia, la salud, la auténtica amistad, la alegría. Sólo que para entrar en ese Reino hay que nacer de nuevo. Dejar atrás los fardos que cargamos inútilmente y nos impiden volar. El joven en ese momento no se sintió capaz de dejar atrás su vida de comodidades (no sabemos si más adelante se convirtió en discípulo de Jesús). Pero todos los bautizados, tenemos ese regalo ya de entrada, sólo hay que aprender a desarrollarlo.

2.    El regalo de la comunión
Vamos a paladear juntos un poco más sobre este misterio que nos llega a partir de la muerte y resurrección de Cristo, y por el don del Espíritu en Pentecostés. Nosotros lo recibimos por el bautismo. Teniendo en el corazón al Espíritu de Dios, todos nosotros tenemos ya las primicias de esa Vida eterna que se nos ofrece en plenitud después de la muerte, pero inicia ya aquí y ahora. ¿Y qué significa eso? Que no estamos condenados a vivir peleando, en rivalidades, en desprecios, en batallas agotadoras. No. ¡Podemos vivir en comunión! Hemos recibido el regalo de poder compartir la unidad interior de la Trinidad. Es un portento que pocas veces gustamos y paladeamos.
Todos tenemos sed de amistad verdadera, de unidad con otros, de vivir en paz y alegría. Pues todo eso y mucho más es posible por Cristo, con Él y en Él. Es una vivencia mucho más profunda que el mero tener conocidos o amistades superficiales. La unidad de las personas que se abren al Espíritu Santo es la más duradera y robusta que pueda existir.

Tres condiciones para la comunión
La primera: tiene que ser vivida libremente. A las personas que aún viven esclavas de algo o de alguien, primero hay que ayudarlas a ser libres, pues de otro modo no disponen de sí mismas para entregar su vida. Por eso es tan importante liberarnos y luchar por la libertad de los demás respecto a adicciones, servidumbres, vicios, relaciones enfermizas. Jesús nos libera de todo esto para poder dar el siguiente paso.
La segunda: la comunión debe estar basada en el amor. La unidad sin amor se vuelve seca y árida. La comunión de las personas tiene que participar del Amor que le da origen. Es una unidad entre personas que se basa en el afecto, el aprecio y la acogida de los demás tal como son.
La tercera: tiene que desarrollarse en la ultimidad: todos servidores los unos de los otros; nadie luchando para ejercer un dominio sobre los demás. Cuando los discípulos discutían sobre quién era el primero de todos, Jesús los regaña y les dice: “Sabéis que los jefes de los pueblos los tiranizan y que los grandes los oprimen. No será así entre vosotros: el que quiera ser grande entre vosotros, que sea vuestro servidor, y el que quiera ser primero entre vosotros, que sea vuestro esclavo.
Igual que el Hijo del hombre no ha venido a ser servido sino a servir y a dar su vida en rescate por muchos”
(Mt 20, 17-28).
Nosotros como discípulos que viven después de Pentecostés, hemos aprendido la lección. Cada uno, cada una con sus ministerios y sus carismas propios, pero todos al servicio del Reino y al estilo de Jesús, que lavó los pies de sus discípulos.

Este camino obviamente requiere conversión. No se puede estar contemporizando con los criterios del mundo: las luchas de poder, las rivalidades, las envidias. Todo esto debemos dejarlo atrás para formar parte de ese Reino inaugurado por Cristo.

Nosotras como Colegiata queremos realizar lo que la Instrucción Donum Veritatis (de la Congregación para la Doctrina de la Fe) señala de manera hermosa: “…la búsqueda creyente de la comprensión de la fe es decir, la teología, constituye una exigencia a la cual la Iglesia no puede renunciar”. (Donum Veritatis, 1)
(…) El teólogo tiene la función especial de lograr, en comunión con el Magisterio, una comprensión cada vez más profunda de la Palabra de Dios contenida en la Escritura, inspirada y transmitida por la tradición viva de la iglesia.


El documento entiende la vocación de los teólogos como muy importante en la Iglesia, al servicio del pueblo de Dios. Por lo tanto, sólo se puede profundizar en la vivencia y la comprensión de la fe, desde una honda y verdadera comunión con esa Iglesia. Esa Iglesia hoy llagada y que afronta sus pecados, pero que sigue siendo también santa porque está habitada por el Espíritu Santo, a la que amamos y a la que queremos dar muchos hijos (que son siempre de Dios). Esa comunión en el quehacer teológico, que sirve para dar cuenta de nuestra esperanza a aquéllos que nos lo pidan. (cf. 1 P 3, 15).