ENSEÑAR A VIVIR
Conocí a Alfredo Rubio de Castarlenas en Madrid, en mayo del año 1979, cuando él tenía casi 60 años y yo no llegaba a los 22. En mi casa en México había tenido contacto con muchísimos y excelentes sacerdotes, pues mis papás eran personas activas en el Movimiento Familiar Cristiano. Fue una excelente preparación.
Pero la verdad es que Alfredo me impresionó porque a nadie como a él había visto estar de manera tan natural y permanente en presencia amistosa con Dios. No había una ruptura entre los momentos, digamos, "oficialmente religiosos", como la Misa, o entrar en una iglesia para visitar el Santísimo, y las actitudes que él tenía en la vida cotidiana. Siempre estaba atento a "lo que Dios quería": discerniendo qué era lo mejor en cada momento, qué persona era la más necesitada de atención o cariño, qué le indicaba la Providencia de Dios con cada pequeño acontecimiento. Cuando empecé a tratarlo más, viéndolo durante muchos días (él nos invitaba, a personas de cualquier edad y condición, a acompañarlo en viajes y desplazamientos a impulsar iniciativas o a visitar familias o enfermos), hubo varias cosas que me marcaron para siempre.
- La primera era su capacidad para ver y dirigirse a cada ser humano de manera totalmente personal, sin prejuicios por aspecto, clase social, recursos económicos, edad o raza. Él trataba personas. Y cada uno/a nos sentíamos acogidos en nuestra realidad, incluso aunque nos invitara a algún cambio o indicara algo que corregir. El hecho de que viera nítidamente virtudes y defectos de las personas no afectaba para nada su benevolente paciencia y su oferta permanente de amistad gratuita. Quería a cada uno/a como era. ¡Me pareció que así debía ser Jesús de Nazaret, seguro!. Y deseé yo misma algún día ser así.
- La segunda fue su dinamismo, permaneciendo siempre contemplativo. Alfredo fue motor de innumerables iniciativas, instituciones, grupos... al servicio de las personas y de Dios. Impresionante lo que llegó a hacer en el transcurso de su vida. Dedicaba horas a la soledad y el silencio, y era como si el tiempo se le extendiera de modo inesperado. Me parece que la cartuja es el máximo motor de la acción trascendental y el amplificador de tiempo más misterioso que hay.
- La tercera fue su capacidad de formar grupo, escuela, sin forzar. Nos invitaba a ser amigos, con la amistad que inició Jesús en el mundo. Alfredo no quiso ser una estrella solitaria; huyó del poder y la imposición, y formó personas que quisieran libremente seguir a Jesucristo de modo contemplativo y en un clima de amistad. Y su grupo de sacerdotes y personas amigas permanece aún. Quienes tuvimos la bendición de conocerlo y decidimos seguir sus enseñanzas, fuimos siempre convocados al amor y el servicio de manera libre; jamás como fruto del dominio o la sumisión.
Finalmente, señalaría su amor a la Iglesia. Un hombre fiel al Papa y a los Obispos. Eso sí, capaz de renovar muchas maneras antiguas o caducas, pero sin un ápice de amargura, desprecio o rencor; sólo cariño y paciencia, con intrepidez en la fidelidad.
Podría contar muchísimas anécdotas, pero estos puntos me parece expresan lo más central de una experiencia vivida que nunca agradeceré al Señor lo suficiente.
Leticia Soberón
Mainero
Psicóloga experta
en comunicación
Miembro de la Colegiata de Ntra. Sra. del Cielo
Miembro de la Colegiata de Ntra. Sra. del Cielo
Hermoso testimonio y edificamte, Leticia. Transmite vida, reconocimiento, afecto y sobre todo gratitud.
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