DICIEMBRE 2021

INMACULADA

Esta palabra nos evoca la condición de la madre de Jesús de Nazaret, María, la “llena de gracia”, a quien la Iglesia proclamó en 1854 como preservada de todo pecado desde su concepción. Se considera un don especialísimo –que seguramente también compartió José “el justo”-, para que pudieran acoger y acompañar en plenitud el desarrollo humano y sobrenatural de Jesús.
En esta breve meditación, advirtiendo que pretende ser sólo eso, me gustaría adentrarme de puntillas y descalza en el corazón de María, ese espacio íntimo y lleno de luz donde ella meditaba los acontecimientos, donde discernía su actuar, donde se dejaba conducir por la inspiración del Espíritu de Dios para colaborar con el Padre en la obra de la salvación. Y a partir de allí, interrogarme cómo cada un@ de nosotros podemos seguir ese camino, porque como decía el Padre Alfredo Rubio, tod@s tenemos que ser inmaculad@s para entrar en el Cielo.

Sin pecado

Empiezo por preguntarme: ¿qué quiere decir “inmaculada”? Literalmente, es “sin mancha”, “sin pecado”. O sea, sin nada que la separe del Amor de Dios. Sin orgullo, sin egoísmo, sin mentiras, sin envidias, sin celos, sin resentimientos, sin ira, sin desprecio ni dominio o sumisión hacia nadie. Y en cambio, llena de amor, de perdón, sencillez, verdad, humildad, transparencia, sabiduría…
¿Y qué no quiere decir inmaculada? Estar libre de pecado no quita nada a lo natural de su concepción biológica. Ella nació de dos personas que se amaban y la concibieron como fruto de ese amor humano expresado físicamente.
Esa pureza radical de su corazón tampoco elimina los límites naturales de cualquier ser humano: no le ahorró las dudas, ni los posibles conflictos o malentendidos con otras personas, ni los límites al conocimiento, ni los errores, tropiezos o posibles enfermedades, ni por supuesto le evitó la muerte. En otras palabras: no era Dios. Se trata de un ser humano como cualquier otro, sólo que particularmente dotada y sostenida para el amor más generoso y la docilidad más total a las mociones del Espíritu Santo.
Vayamos más a lo concreto: una jovencita de su tiempo, de un lugar pobre y modesto de la palestina ocupada por los romanos, llena de fe y de amor por el Dios de Israel, y como parte del “resto” de ese pueblo, esperando la venida del Salvador. Una chica normalísima, pero a la vez especial por la alegría y la sencillez que desprende. Con una inmensa confianza en Yahvé, a quien siente en lo íntimo de su interior y con quien se encuentra cotidianamente. Su compromiso con José, tan bueno e igualmente lleno de Dios, parece la desembocadura natural de una vida como la suya para formar una familia.
Pero en un momento dado nota un elemento nuevo en la relación con Dios.  El anuncio del Ángel tiene algo de extraordinario. Es un saludo especial y distinto. Se le solicita dar un paso más en ese diálogo de amor con el Padre; se siente interpelada para colaborar de manera más intensa en el plan de salvación del Señor. Tiene que ponerse en juego a sí misma, más incluso que muchos de los Profetas de Israel. ¡Y es sólo una jovencita que aún no se ha casado! Entonces no es raro que se turbe: la invitan a entrar en un nivel de intimidad con Dios mismo como no se había visto hasta entonces: entrevé que el Altísimo la cubrirá con su sombra -¡se hará carne en sus entrañas!- y dará a luz al Esperado. Pero el Señor no quiere hacerlo sin contar con su asentimiento. ¡Dios le pide asociarse con Él para cumplir su plan de amor! Ella no entiende mucho; pero sabe que será el máximo bien para el pueblo, y más aún, para el mundo… Pero, sobre todo, ama y confía. ¡El Señor es el amor de su vida! Entonces decide decir que sí, más allá de toda comprensión.
¡Qué tranquilidad debió sentir cuando se encontró con Isabel, que también tenía un papel en ese proyecto, y a quien Dios le había anunciado que María llevaba en su vientre al Salvador!
Y más aún, qué alegría compartida cuando pudo hablar con José y juntos reafirmaron su docilidad al Espíritu. Con una relación inigualable de respeto, amor, fidelidad y alegría, crearon un entorno de unidad indisoluble para acoger al Niño, y para afrontar las adversidades de la maldad humana.
Su docilidad para dejar que Dios irrumpiera en la historia a través de ella, se mantuvo y creció día tras día hasta el Calvario, la resurrección y Pentecostés.
María (dijo Jesús a la mística mexicana Concepción Cabrera de Armida) fue inmaculada porque nunca puso obstáculos a la acción del Espíritu Santo.

¿Y nosotros?

El Padre Alfredo Rubio nos indicaba que María era inmaculada por la inocencia (un don especial), y María Magdalena, inmaculada por la penitencia. Ella siguió a Jesús fielmente, tuvo que convertirse y dejar atrás el “mundo viejo” -Jesús expulsó de ella siete demonios (Lc 8, 1-2). Éste es el camino que nos corresponde seguir a nosotros: siendo discípul@s, ir creciendo en docilidad al Espíritu de Dios, dejando atrás, con decisión, todo lo que nos impide amar, todo lo que nos separa del Amor de Cristo y de los demás. Dejar atrás envidias y celos, orgullo y soberbia. Abandonar resentimientos. “Perdoné y me hiciste inmaculado”, dice Alfredo en su paráfrasis del Padre Nuestro. El camino de la humildad, la misericordia y el perdón es un camino progresivo, a veces más lento, a veces más veloz, que se despliega cuanto más ponemos la libertad en juego para que Dios habite en nosotros. Y para ello siempre contamos con la ayuda de María nuestra madre, de José y de l@s sant@s amig@s.
Animémonos mutuamente en el camino hacia ese “ser inmaculad@s”, que en definitiva es el camino de la santidad. Con ayuda de Dios, es a lo que estamos llamad@s.
 


Leticia Soberón 
Psicóloga, experta en comunicación 
Miembro Colegiata Ntra. Sra. del Cielo

   

CAMINAR JUNT@S


 El primer tema que nos propone la Secretaría del Sínodo para deliberar es:

1. Compañeros de viaje: ¿A quiénes consideramos compañeros de viaje en este caminar juntos? ¿A quién excluimos?

Esta pregunta nos interpela sobre nuestra tendencia a encerrarnos en círculos conocidos, donde los rostros y el lenguaje compartido nos son familiares, donde los valores se priorizan de manera similar. Cuando decimos "Iglesia", no nos referimos sólo a nuestro modo de vivir la Iglesia, sino al variopinto y plural mosaico de sensibilidades, estilos y talantes de expresión del mismo Evangelio. Nadie tiene el monopolio de Jesucristo; ninguno de los 12 apóstoles ni de los 4 evangelistas podían expresar la riqueza del rostro del Señor de manera aislada. Se necesitan unos a otros, porque siempre insistimos en unos aspectos más que en otros, y se requiere la totalidad del cuerpo de la Iglesia para manifestar esa riqueza. 
Así que está muy bien preguntarnos si estamos excluyendo a alguien en este "caminar juntos", de modo que no sean grupúsculos aislados, sino un verdadero cuerpo integrado y lleno del Espíritu Santo.
Ojo que aquí no hay fronteras muy nítidas sobre quién forma parte de la Iglesia.  ¿Los bautizados? ¿Los que van a misa? ¿Los que se dicen católicos?
En este camino sinodal se nos invita a mirar alrededor con mayor apertura para extender nuestra capacidad de acogida y de sintonía, caminar juntos no sólo con los amigos, sino con otros menos conocidos que también se sienten discípulos de Jesús.
 

No hay comentarios:

Publicar un comentario