Sinodalidad y poder en la Iglesia
El impulso hacia una Iglesia más sinodal (más escuchadora, dialogante, corresponsable, participativa) que está dando el Papa Francisco, supone un cambio de largo alcance en la historia de esta institución.
La Iglesia es como un trasatlántico en el que un giro de pocos grados en el timón parece insignificante, pero dirige la nave hacia un rumbo muy distante al que tenía al principio.
¿En qué consiste el núcleo de este cambio? En el ejercicio de la autoridad y la forma en que se toman las decisiones.
La Iglesia, a partir del Concilio Vaticano II, emprendió un proceso de des-imperialización, es decir, de despojamiento de aquellos gestos, protocolos y prácticas que provenían del pasado del Papa como Rey (heredero del Imperio romano), entre ellos la manera como el propio Papa, los Obispos y Superiores ejercían el poder entre los sacerdotes y fieles, llamados incluso “súbditos”.[1]
La visión sobre una Iglesia más sinodal se arraiga en la eclesiología del Concilio Vaticano II, que considera a la Iglesia como Cuerpo de Cristo y Pueblo de Dios e impulsa una participación más activa de los creyentes, empezando porque estén más formados y sean adultos en la fe. Esta visión por supuesto mantiene la organización jerárquica de la Iglesia, pero tiende a transformar la manera como se ejerce la autoridad, acercándola a la de Jesús, que vino a servir y no a ser servido.
Este proceso de avance en la sinodalidad plantea algunas cuestiones importantes para el día a día en la Iglesia: ¿Se transformará la Iglesia en una democracia? ¿Qué tipo de temas pueden abordarse de manera sinodal? ¿Qué límites debería de haber para no caer en un asambleísmo paralizante? ¿Deja de tener sentido el papel de los obispos, sacerdotes, superiores religiosos?
Pongo aquí algunas respuestas tentativas, sabiendo que no hay más remedio que aprender por el camino, ejerciendo los procesos sinodales habitualmente, lo cual nos transformará progresivamente a todos y tendremos que afinar, evitando los extremos.
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Claves para una sinodalidad sana
1. En primer lugar, el ejercicio de cualquier cambio en la Iglesia se plantea como una apertura de todos al Espíritu de Dios que la habita y conduce. No se trata de gestionar intereses o de equilibrar posturas políticas contrapuestas, sino de ser todos dóciles al Espíritu de Cristo vivo, que armoniza y une lo diverso. Todos orantes y contemplativos, desde el Papa hasta el último fiel recién llegado, porque el Espíritu de Dios es la vida de la Iglesia. Por eso no es una democracia: el criterio de verdad no es la visión de la mayoría, sino la persona de Cristo expresada en el Evangelio.
2. En segundo lugar, no están a discusión los fundamentos de la fe; lo que se focaliza es por dónde nos conduce el Espíritu de Dios para cumplir en la Historia su plan de salvación, realizado por Cristo, con Él y en Él, en cada situación y contexto cultural.
3. Además, la Iglesia es apostólica. El papel de los sucesores de los Apóstoles, empezando por el de Pedro, ha sido clave para la unidad y la fidelidad al Evangelio. Otra cosa es que siempre ha sido perfectible el modo como lo han hecho y como lo hacen. Es probablemente en este punto en el que más importantes son los cambios requeridos. No sólo por el hecho de que se trata de una jerarquía masculina por definición, sino también porque su modelo ha avanzado poco respecto a la Iglesia medieval.
4. Ahondando en este punto, el liderazgo (por llamarlo de alguna manera) es necesario en todos los grupos de animales superiores. El ser humano no es la excepción. Pero las personas que tienen el encargo de liderar grupos humanos gestionan una complejidad mucho mayor. Y en el siglo XXI se entiende que son los grupos quienes delegan en sus líderes las tareas de coordinación y guía, y pueden retirarlas. Por eso necesitan tener algunas características específicas, tales como empatía, carisma personal, capacidad para tomar perspectiva, creatividad para proponer metas comunes, cualidades y conocimiento organizativo, capacidad de comunicación. En el caso de la Iglesia, nuestro modelo y maestro es Jesús. Su manera de ser “Señor” es todo lo anterior, pero con la más profunda humildad y un amor incondicional por todos, que le llevó a dar la vida. Las personas que quieran liderar al modo de Jesús tienen que poseer algo más que el puesto de mando asignado por otros: se requiere la autoridad moral que da la coherencia, el amor vivido y entregado diariamente, la misericordia y el perdón cotidianos. Eso es ser “últimos” además de “primeros”. “El que quiera ser el primero entre vosotros, que sea vuestro servidor”.
5. Esto supone una madurez mayor, por supuesto, por parte de todos los miembros de la Iglesia. Acaba con una visión infantilizante y pasiva de los fieles, que se contentan con repetir y obedecer, renunciando a su propia responsabilidad como “sacerdotes, profetas y reyes” recibida con el bautismo. Es realmente un cambio cultural para todos.
6. Sinodalidad no es asambleísmo. Bajo un liderazgo humilde, es posible la deliberación necesaria sobre los temas. Pero requiere acierto para no encallar en un ejercicio asambleario interminable y paralizante. Es importante conservar el equilibrio entre autoridad y participación. Al final las personas que deben tomar decisiones, más aún si son urgentes, tienen que ejercer su papel, decidir y asumir las consecuencias. Pero hay un amplio margen a los ámbitos en los que se puede recoger el saber de cada persona y crear conocimiento nuevo en una deliberación rica y sincera.
Se hace camino al andar.
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Todo un desafío, pero muy propio de la Iglesia en este siglo XXI en el que afrontamos tantos asuntos graves como Iglesia y como sociedad.
Y quién sabe si podamos dar ejemplo al resto de la comunidad humana, gestionando con acierto las distintas sensibilidades y estilos que conviven en la unidad polimorfa de la Iglesia.
Psicóloga, experta en comunicación
Miembro Colegiata Ntra. Sra. del Cielo
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