La interioridad como jardín
Estar con uno mismo es inevitable, aunque a veces quisiéramos huir o aturdirnos por no entrar en este microclima que llamamos interioridad cuando lo encontramos oscuro, desordenado, confuso, dominado por la tristeza, el mal humor, la agresividad, la indiferencia. En estas ocasiones los demás suelen darse cuenta y huyen para no contagiarse de esta negatividad.
¿Cómo evitar estas caídas, esta negrura a veces intensa, que nos tiñe
por dentro y se trasluce hacia afuera?
La imagen que me viene a la mente es la de un jardín interior. Un espacio que debemos cuidar y mantener bonito, limpio, acogedor. Aireado y libre, pero a la vez bastante cultivado. Aunque no está a la vista de los demás, ellos perciben de algún modo su estado.
Para cultivarlo y embellecerlo, es necesario en primer lugar detectar su situación actual. Si hay preocupaciones e inquietudes, preguntarse por qué; en otras palabras, realizar un tipo de diagnóstico básico para poder orientarse sobre qué hacer. La inquietud, la tristeza, el desencanto y la frustración suelen ser compañeros de camino en la vida cotidiana, pero no conviene instalarse en ellas como estado permanente porque son muy destructivas. De ahí el estrés, el desgaste, las enfermedades psicosomáticas. Y porque en realidad, ante las mismas circunstancias, podemos situarnos de otra forma para modificar precisamente este clima interior. Cambiar la mirada y las claves de lectura, bajar unas líneas en la exigencia con nosotros mismos y en la expectativa hacia los demás, son actitudes que actúan como luz matizada y agua para el jardín reseco por el sol del perfeccionismo.
Seamos sinceros con nosotros mismos para detectar las fuentes de este desencanto y afrontarlas, buscando posibles salidas, enfoques diferentes que nos ayuden a soportar de otro modo una situación, solicitando a alguna persona de confianza el diálogo que nos enfoque de nuevo la situación buscando oportunidades de crecimiento.
En segundo lugar, pienso que hay que cultivar en uno mismo actitudes sanadoras como la benevolencia, la paz y el perdón, indispensables para cambiar este clima interior. Cuando uno sobrecarga su mente y su corazón con resentimientos, odios, deseos de venganza, va marchitando la vida por dentro. Es necesario curar. No porque cambien las circunstancias, sino porque uno las asume de una forma nueva y decide sacar de su interior las malas hierbas que ahogan las flores y hortalizas.
Sinceramente no soy partidaria de lo que se ha banalizado como «psicología positiva» cuando se reduce a repetir infantilmente frases que nos ilusionen con situaciones irreales: «yo lo puedo todo», «no tengo límites». No suele ser así. Está claro que tenemos límites. Pero lo que puedo, eso sí que debo hacerlo. Lo que está en mi mano es mi responsabilidad. ¡Adelante entonces! Me parece que el auténtico cultivo de una interioridad sana debe basarse en lo que realmente somos y vivimos, sin infantilismos ni vanas ilusiones que serían como flores de plástico en un jardín vivo. Para cultivar vegetación auténtica, debemos buscar y aprovechar, en toda circunstancia, las oportunidades reales que siempre existen.
«Un espacio que debemos cuidar y mantener bonito, limpio, acogedor.
Aireado y libre, pero a la vez bastante cultivado.»
Recurrir por supuesto a la espiritualidad personal, a lo que creemos,
es un recurso vital aunque no todas las personas lo tienen. La ayuda de lo Alto, o la vivencia que se tiene de no estar solos, son elementos muy
importantes para recrear un ecosistema vivo dentro de uno mismo; al fin y al
cabo no nos dimos nosotros la vida, y abrirse a ese «alguien» que nos la sigue
dando, puede ser clave para ajardinar nuestro interior. La gratitud hacia este
Ser, o hacia el universo y la materia, por la vida recibida, es un elemento
básico de este proceso de saneamiento interior. Es como hundir las raíces en
una tierra rica en minerales y nutrientes para que las plantas crezcan sanas y
fuertes.
Por último, paladeemos el momento presente. Con lo poco o mucho que se
tenga, estar vivos es fuente de una gran alegría. Saborear la vida en sí misma
produce entusiasmo y facilita la empatía. Como el abono, la plena conciencia de
presente transforma nuestra interioridad, que poco a poco será un remanso de paz
donde descansar por las noches, o dónde entrar cuando estamos en soledad y
silencio. ¡E incluso podremos ofrecer a los demás los frutos de la paz y el
sosiego!
Fuente: Revista RE
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